lunes, 12 de marzo de 2007

El amor del gato y la mosca.

Podría ser un elefante o un gato siamés, de todas formas, llamaba la atención el modo en que atrapaba moscas mientras descansaba en la rama de su árbol favorito... un helecho.
Sería algo monótono describir alguno de sus hábitos, pero lo que siempre llamó mi atención, fue la forma en que miraba, ¡ talvez por sus ojos de serpiente y felino!, ¡no sé!, pero de lo que no puedo arrepentirme, fue de haber intentado hacerle el amor.

No fue fácil acercarme, y superar su atento y disimulado control de las cosas, mientras se relamía los amplios cachetes de tono verde azulado, adornado por aureolas de plumas amarillas. Apenas adivinó mis intenciones, empezó a gemir para disimular su excitación; cuando tuve al espécimen a menos de dos metros, me di cuenta que su sombra enfriaba mi cabeza; un raro cosquilleo recorrió mi nuca, y ya nada pude hacer. Su brazo derecho se apoyó en mi hombro y sentí, como sus garras cortaban el saco de hilo comprado la semana anterior; me quise desprender, pero el gato siamés me enroscó el cuello con su trompa. Mis ojos latían tratando de escapar de sus órbitas... y tibiamente una gota de orín, descendió hasta mojarme las medias color habano.

No era la primera vez que me encontraba en algo similar, y opté por una situación salomónica... tratar de seducir a la bestia, hablarle, marearle, convencerle.
Le expliqué sobre la conveniencia de casarse, tener hijos, viajar, construir un hogar con bases sólidas, perfeccionarse en idiomas... poco a poco fui relajando el ambiente. Sus cientos de kilos se transformaron en caricias, fue el instante en que cruzamos y entrelazamos nuestras miradas. Entonces sentí que la bestia se había vuelto cándida, ingenua y hasta algo estúpida. Opuestamente a esa situación, empecé a regular mi respiración, mientras mi rostro traducía firmeza... era yo, el ser temido que habría de domesticar con un acto amoroso, a aquella que fuera la bestia.

Di un paso al costado, o mejor... ella lo dio; incomprensiblemente, ambos flexionamos las extremidades inferiores para comenzar la ceremonia de apareamiento... fue un instante de duda interminable, en el cual vi, como de entre sus rojos labios, se desplegaban los diecisiete carnosos kilos de su lengua, mientras con romántico gemido, me dijo, “ Devórote otra vez mosca mimosa”.

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